domingo, 22 de febrero de 2009

-ADELO-




Luz, pequeños puntos de colores se aparecen ante la vista, se multiplican, cierra los ojos, los puntos ahora se mueven, pero todos juntos y a la vez, en las mismas direcciones, como si todos tuvieran un mismo propósito y supiesen donde encontrar la réplica a ello. El fondo de la imagen que ves cambia, ahora es oscuro, empiezo a sentir un pequeño dolor en el ojo derecho. Detrás de la sombra comienza a surgir una nube, es insípida e uniforme, se corre, avanza hacia mi deformándose cada vez más, yo la sigo con la vista, por allí desaparece para luego volverla a encontrar y obligadamente virar hacia donde uno ya miró, pero ella sigue, sola, y por momentos toma forma de medialuna, por momentos es un círculo perfecto, ¿porqué será que nunca está quieta la nube? Los puntos siguen, que vienen y que van, todos juntos. Yo estoy templando y siento el frío del metal que va despojando el calor del cuerpo, veo los puntos tejiendo entre la oscuridad de fondo, afrodita, y la nube está allí, la nube no es nunca ella misma, yo la dejaré, y que tome la forma que ella quiera, que sea quizás la de un conejo, un conejo en una selva, ¡¿ como rayos hace un conejo para llegar a una selva?!, “nunca pensé que esto acabaría así” se dijo para sí mismo en una selva que en su tranquilidad le seducía, pero cuando se precipita y está impaciente, puede volverte loco, chillidos y aullidos se suceden uno tras otros y luego a la vez, simultáneos formando un coro insoportable, al que luego se le suman más gruñidos y más gritos, estás parado allí en el medio, y no puedes ver nada, entre las hojas de la selva y la flora inconmovible, no puedes diferenciar de donde vienen, o que es lo que son, y si te tiras al suelo y tratas de taparte los oídos, te das cuenta que ya no los tienes, intentas buscarlos pero no están ¡como es posible!. Aquellos mismos oídos con que en días pasados había disfrutado agradablemente la mejor de las músicas, y le habían posibilitado colosal placer, que le permitían descubrir cosas nuevas, esos oídos que habían jurado que siempre iban a estar con él, ahora le habían abandonado a su suerte, ahora nunca podría descubrir nada nuevo, ni escuchar esa música bonita, ¡pero como era posible que le sigasen aturdiendo sin sus oídos! Y allí está el conejo, va a ser comido, va a ser atrapado y devorado por la selva, no importa que parte de ella, la selva no siente, la selva no le avisa, y él confía en ella, en su silencio, silencio y el cantar de los pájaros, el silencio y la medialuna, los puntos y todas las otras pequeñeces que nos llevaron hasta este momento, a escuchar el silencio, a sentirlo y a sufrirlo. — ¿¡Es que acaso no lo entienden!? — fueron las primeras palabras en la habitación lo que rompió el mutismo, luego, en la arboleda, se escuchó un chasquido, un último respiro desde donde provenían las palabras, y luego al fin, un estruendo que fulminó la pasividad del lugar. Esa medianoche, en el ocaso de lo que había sido un día tormentoso, Adelo W. Cofen, de tan solo diecisiete años, se disparó en la sien con un revolver calibre 22 en la habitación de su casa situada en Dijon, 260km al sureste de París. Francia.